Hoy he vuelto a Alemania, tras mi último viaje en avión a España durante mi Erasmus. El próximo será en coche para dejar atrás Bamberg, regresar a Madrid y despachar la carrera. Sólo ahora, cuando vuelvo a alejarme de mi familia y mi gran compañera de los días es la radio, valoro la felicidad del primer y efímero día en mi país: ese primer contacto tras varios meses con mi padre y mi madre, esos planes y cosas que hacer y pensar en el entorno y en los aires de mi infancia.
Pero también valoro lo que sólo un friki como yo podía detenerse a apreciar: una pausa, un paréntesis de los que no se ven durante mi ya inequívoca permanencia en el extranjero. Me refiero a una simple parada en carretera. Como digo, puede que sea un rarito en este aspecto, pero para mí no hay mejor manera de vivir España y comprenderla que en un bar de carretera.
Esa primera noche, después de recogerme en el aeropuerto, mi padre decidió que parásemos en La Palmosa, un restaurante-hotel que cae casi por accidente en un polígono industrial cerca de Alcalá de los Gazules, provincia de Cádiz. Lo primero que vimos en la puerta fueron dos coches de la policía. Uno de la Guardia Civil y otro de la Policía Local, dos parejas de agentes con un hambre que no entiende de uniformes y que a mí, a esas horas de la noche, también me había conquistado. Al aparcar el coche dimos un descanso a Onda Cero y Carlos Alsina, y por todo sonido sólo me quedaban los grillos de alrededor, que hacían las veces de alguaciles de la venta, bajo un manto de estrellas que, lo sabía yo bien, no me iba a esperar despierto para cuando llegara a Sevilla.
Entramos en la pensión y los pantalones y chamarretas verdes de la benemérita, apoyada en la barra, se mezclaron con el tintineo de la típica tragaperras que no falta en ningún lugar de papeo del país, formando esta simbiosis de sensaciones un cóctel interesante con nombre español, tirando a cañí. Tal sugerencia no evitó que pidiera una coca cola para acompañar los churrascos y la carrillada en los que había puesto sus ojos mi padre. Mis ojos, por su parte, necesitaban ver algo diferente a lo que habían estado viendo las semanas anteriores, y por ello escanearon el lugar. Detrás de mí, si se tiene en cuenta que yo ya me apoyaba en la barra, junto a la entrada, un mapa bastante grande de las autonomías de España, presentado como un mapa del tiempo cuya única sintonía seguía siendo la de la máquina tragaperras. A mi izquierda la tele sintonizaba Canal Sur, dando un programa especial con los Morancos, Jesulín de Ubrique, su hermana y Ortega Cano, este último llevándonos a inferir que estaba grabado, dado su accidente de coche reciente. A mi derecha, los dos guardias civiles, jóvenes y robustos, comían sin respirar junto a los municipales, más arrugados, canosos y enjutos. Un borracho gracioso pedía que su cerveza fuera con alcohol, y se preguntaba, sin abandonar la guasa ni azorarse ante la policía, en qué cabeza entraba lo de beber una cerveza sin alcohol.
Comer con hambre es uno de esos placeres que te regala el día. Observar con hambre, esa hambre de conocer y de comer, es una de las inedulibles llaves del saber.
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