Cuando me disponía a repetir medio curso de primero de Periodismo en la Universidad Complutense, traslado de expediente desde la Universidad de Sevilla y tacañas convalidaciones mediante, aún me quedaba un hilo de esperanza de toparme con esas clases en forma de hemiciclo que tanto había visto durante mi infancia en las películas americanas, y que había tenido la suerte de descubrir con mis propios ojos en la Universidad Concordia de Montreal en 2006. Mi gozo había caído en un pozo en mi año de estudios en la Hispalense, y al viajar a la capital a finales de 2007 empecé a soñar de nuevo, pero por poco tiempo: en pocos meses me di cuenta de que el único hemiciclo que iba a oler en la capital estaba escoltado por dos leones y algún que otro madero con metralleta.
Nevertheless, en la Complu tuve la inmensa suerte de dar con un ardiente profesor cuya comunicación verbal, sabiduría y vehemencia en su discurso me transportaron de lleno a las fábricas de cerebros de Estados Unidos. El personaje en sí es muy interesante, de raza, de película incluso, a juzgar por la voz de doblador que ponía para sus clases magistrales de Historia de España e Historia Universal del siglo XX. Juan Francisco Fuentes, que venía a saciar mis ganas de algo distinto al colegio, tenía toda la formación, vitalidad, interactividad y experiencia en el extranjero que un buen profesor de Historia requiere para entusiasmar a sus alumnos en la escuela superior.
Cuando descubrí, en la librería de mi barrio, que Fuentes había sacado un libro sobre Adolfo Suárez, volví a lamentarme de que el sistema educativo español se empeñe en mantener el tope en 1975 para las clases de Historia, en marginar el estudio de la Transición e incluso la Democracia, como si un pacto en la sombra de los partidos políticos o un miedo no confesado de los académicos -tras la excusa de la falta de tiempo al final del cuatrimestre- a abrir una caja de pandora estuviera condenando a las nuevas generaciones a no saber nada de la Historia más reciente, a seguir moviéndose por impulsos y dogmatismos heredados. Y me lamenté porque Fuentes, revelándose un admirador de la figura histórica del expresidente Suárez, habría podido dar el broche de oro a esta asignatura de primero -dejando las cosas claras sobre la transición y las primeras dos décadas de la Democracia- si hubiese podido.
Juan Francisco Fuentes llegaba a clase con su gabardina, dejaba unos libros sobre la mesa y sacaba unas notas que, a lo lejos y sobre la tarima, parecían pergaminos. Era de semblante serio, tajante desde el principio hasta el final, se metía en el papel como si viviera el instante que nos relataba y no dudaba en alzar su dedo índice para enfatizar o matizar, también para dar la palabra al estudiante confuso, cosa que hacía con premura. Sin duda, el gran tesoro de mi primer año de carrera.
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