Rafael González García de Cosío. Movimientos literarios
2º PERIODISMO G. Universidad Complutense de Madrid
EL PODER DEL AGUA. DE BIEN COMÚN A OBJETO DE CONFLICTO.
Aunque parezca mentira, se habla de lo mismo, de la misma materia. Sólo que, lo que a principios del nuevo milenio aún era derrochado y altamente contaminado por las grandes ciudades, hoy, décadas después, se ha convertido en el principal indicador de fuentes bursátiles y un referente inolvidable para los países que todavía buscan una buena excusa para invadir otras naciones.
Una breve descripción del panorama geográfico-político actual del mundo podría bastar para explicar, de una forma neutral y sin sumisión a los dos grandes bloques globales (Canadá y Rusia) la pujanza por el control del bien más vital y necesario para el desarrollo, aunque haya quedado muy plasmado en la prensa de décadas anteriores que hemos llegado ya al fin, y no porque Nostradamus estuviera en lo cierto, o porque no quede nada por inventar, sino porque no hay más desarrollo con que contar, sin agua no hay progreso.
En España miramos al extranjero, como siempre se hizo a principios del siglo XXI, en el que tuvimos aquél déficit exterior record por las excesivas importaciones y escasas exportaciones que realizábamos. La diferencia es que ya no miramos con el fin de seguir siendo una de las principales potencias económicas del mundo, o para darle a China –de forma involuntaria- la capacidad de convertirse en superpotencia. Ahora miramos principalmente a Canadá, principal exportadora de agua dulce, cuando sus embalses no superan el 43% de su capacidad, lo que hace agonizar al resto del planeta ante la incertidumbre de si habrá agua para todos o sólo para unos pocos. El precio del barril -no el de Brent, sino el de Niágara- ha llegado, según los últimos vaticinios de la prensa digital, a los 115 euro-créditos, lo que ha marcado desde hace varios años el final de muchas vidas humanas. En Inglaterra sigue lloviendo debido a su nuevo clima tropical, que ya es insufrible en muchas zonas de Centro América. El Benelux y la República de Valonia no son más que arrecifes de coral en primavera y baratos mercadillos flotantes durante el otoño. Venecia cambió de nombre a Nueva Atlántida y cualquier ciudad del mundo ofrece ahora paseos en góndola, como otros muchos países adoptaron el famoso autobús rojo turístico de dos plantas que lanzó Londres como medio eficaz de transporte. Groenlandia no es más que un archipiélago con forma de boomerang, y en definitiva la Tierra ha adoptado una imagen que bien se parece al preámbulo de la película de Waterworld.
El problema no es el cambio climático, como se nos hizo pensar desde finales del siglo XX. Estábamos avocados mucho antes a la escasez de agua. Si echamos la vista atrás, nos daremos cuenta de que no fue tan difícil como se pensaba echar mano dura contra los políticos, y con nuestros vecinos de al lado.
Ahora, cuando el papel ya es historia y sólo Internet –ese medio descontrolado que se hizo con las competencias de la raza humana en cuanto a referente comunicativo- nos ofrece una desconfiante referencia histórica, además de fechas y calendarios surgidos a raíz de millones de internautas que aseguraban, uno por uno, no haber perdido la noción del tiempo tras los continuos diluvios de los últimos lustros, puede decirse que han sido poco más de 100 años los que han bastado para que la Tierra se cebara con todo aquello que seguía actuando, despreocupante, de espaldas a las advertencias de los expertos sobre cambio climático. Pero insisto, no todo ha sido la marginación del calentamiento global como tópico a tener en cuenta. Cuando las naciones que vivían principalmente del turismo se aventuraron a rendirse a los pies de las colonias alemanas y británicas –asentadas en todas las costas donde más pegaba el Sol- y al pelotazo urbanístico, todos los alcaldes de esos pequeños municipios costeros –verdaderas atracciones turísticas para el turista que buscaba un cielo despejado, en el caso de los viajeros nórdicos y para aquél que disfrutaba de una sola semana de vacaciones, en el caso de los nipones- se vieron obligados a destinar gran parte del presupuesto municipal al mejoramiento de las instalaciones turísticas y de ocio, inclúyase en mejoramiento la expansión de zonas residenciales y hoteleras en primera línea de playa, corroborando al incumplimiento penal de las famosas leyes urbanísticas de países como España o Grecia, pasando por todas las reliquias playeras del Mediterráneo.
Fue decisiva la proliferación de manantiales, ríos y embalses con el fin de ser una alternativa a las numerosas enfermedades como la legionela, para que gobiernos como el de EEUU afianzaran sus acuerdos comerciales con Canadá para la privatización de lagos y glaciares para su posterior puesta en el mercado. Fue también decisivo el derroche de agua en esos kilométricos paseos marítimos en los que a través de las fuentes, se hacía partícipe a cualquier veraneante.
Si nos fiamos de esos calendarios ‘colgados’ de Internet de los que bien puedes fiarte un día y otro desconfiar al completo de ellos, más de la mitad de las páginas nos sitúan en torno al 2102, si bien no me acuerdo del comienzo del nuevo siglo, del que se supone tendría que haber oído de una nueva amenaza de las computadoras o bien debería haber sido avisado de fiestas locales, aunque ya quede poco que festejar. Ya nadie quiere un reloj, por ello nadie quiere tener una cuenta atrás para todo aquello que se supone tiene que motivarnos a luchar en la vida.
Aunque suene ilógico, quizá aquellos dietistas del siglo XXI que se ocupaban de aconsejar a las míserables mentes consumistas occidentales tuvieran en su momento la razón: en la conciencia, como en el comer, tanto las carencias como los excesos son dañinos. Ni la falta de agua en países tórridos, que condujo en muchos casos a las guerras neandertales entre pueblos que una vez fueron uno sólo, ni la abundancia de este bien común en países como El Reino Unido o Canadá, ayudaron a la concienciación social sobre la conservación de un elemento fundamental para la vida. Sólo las naciones con un grado meridianamente alto en educación y unas reservas de agua modestas pero suficientes supieron en su momento controlar el despilfarro del que solo los acuíferos eran testigos.
Duele recordar, en este lecho de muerte de nuestra madre Tierra, aquellas imágenes de las personas que, para mayor comodidad, dejaban abierto el grifo mientras se afeitaban para cumplir con la importancia de la estética en la sociedad, un grifo por donde corría la agonía de millones de personas y la parsimonia de otros pocos. Duele recordar también la infancia, aquella de la que hablan como nuestra ‘época de oro’, la flor de la vida, etapa en la que muchas veces hacíamos gala de ese derroche tomándolo como un festejo más, una verbena más a apuntar en los calendarios de papel. Un ejemplo es el de la Fiesta del Jarrito, celebrada cada mes de septiembre en Galaroza, un pueblo onubense situado en la Sierra de Aracena, ahora transformada en una de las mayores superficies de manglares del mundo. Duele recordar y no poner remedio a ello, de pasar del tema y sin embargo seguir procreando hasta aumentar la población a números insospechados hace décadas.
Muchas veces se atentó contra los pueblos con el fin solemne de alcanzar el poder. Fueron muchos los cantamañanas que encabezaban algunas de las propuestas para el freno a esta decadencia, de la que todos fueron responsables. Pocos sin embargo fueron los que dieron un paso arriesgando el cargo para la consecución de una meta universal: preservar la integridad de nuestro planeta en base a previos avisos de nuestra madre naturaleza.
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