Un viernes de invierno, la facultad estaba vacía y helada. Sólo quedaba él en la biblioteca, además de un misterioso bibliotecario cubierto con una capa negra que recordaba a la Muerte en Agárrame esos fantasmas. El sujeto en cuestión parecía haber estado ensayando durante toda la tarde con unas tazas tan enigmáticas como impertinentes en aquella aula de estudio. El silencio de la sala contrastaba con el lejano rumor de los adolescentes disfrutando de sus pagas convertidas en alcohol. Fernando dejó en la estantería el tercer libro que terminaba ese día, Ana Karenina, y salió satisfecho al corredor que evacuaba la biblioteca. Antes de que pudiera ver la luz blanca de la salida, sintió un leve vahído y se desplomó sin saberlo. Alguien le había golpeado.
Fernando despertó con la peor resaca del kalimotxo que nunca tomó.
-¿Dónde estoy, señor? -Preguntó a un joven melenudo con una litrona bajo el brazo.
-Está usted en la Plaza de Santo Domingo, caballero... ¿Quiere un poco de agua?
-Quiero que me diga en qué año estamos.
- En el año del cerdo, ¿no te jode? -se despidió con una sacudida violenta de sus cabellos.
El maltrecho Fernando se acercó al quiosco más cercano, y viendo que las portadas anunciaban una nueva mañana de abril de 2062 -habían pasado 53 años y él estaba intacto- casi se atraganta al pedir:
-Déme La Aventura de la Historia!
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