Estas pequeñas delicias tienen un sabor demencial, como del que presumen algunos cereales. Hechas de la pasta que caracteriza a toda galleta americana, pero calentita, finita y en cierto modo crujiente, aunque no seca. Las bolitas de chocolate que impregnaban la galleta se fundían fácilmente si éstas se calentaban al microondas, cosa que nunca recomendé desde que al sacarlas una vez, se me calleron al suelo, un suelo lleno de pelos, ácaros y otros elementos que nunca me atreví a combatir.
Las recuerdo como las actuales American cookies, disponibles en cualquier MAS o Supersol de barrio, solo que aquellas eran recién hechas a modo artesanal en las grandes cocinas situadas tras la tarima del cajero, y el aroma llegaba hasta la puerta del local, zanja a partir de la cual siempre experimenté los mayores cambios de temperatura de mi vida, pasando de 25 graditos de calefacción en el interior a los emblemáticos -33 grados Celsius que llegaron a reflejarse en los termómetros de Montreal en una noche de viento.
Pues sí, el famoso Tim Hortons, esparcido por todo el generoso territorio canadiense no ofrecía precisamente buenos chocolates calientes -o así al menos llamaban a una especie de colacao barato- pero sin duda alguna sus galletas, a 40 centavos la pieza, me alegraban el día, y la tarde, y la noche. Caían a cualquier hora. Eran mi verdadera fuente de energía y mi único sustento proteínico en los tempraneros desayunos de junio.
Tim Hortons situado en la esquina de Boulevard René-Lévesque y Place Du Frere André en Montreal.
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