El tren es la vida, y va demasiado rápido. Nunca es circular, porque eso sólo ocurre en los juguetes infantiles. Todo recorrido de tren es lineal, con un principio y un fin, como la vida. El tren es el mejor medio de transporte que representa nuestro ciclo vital. Acelera despacio, al principio, y luego va frenando a su llegada a la meta. A veces descarrila antes de tiempo, otras cambia inesperadamente de vía y en su interior pasan innumerables cosas inenarrables y fácilmente olvidables.
El tren puede ser una buena manera para explicar también qué hay después de la muerte. ¿De verdad la vida del tren cesa en la estación de destino pero su alma, como los pelotones de viajeros deseosos de llegar a casa que abandonan el andén, consigue salir de la estación y sobrevive?
Los cristianos de pura cepa, de reserva, dirán que cualquier viajante puede saber cuál es el paisaje que deja el vagón al pasar, y que los kilómetros todavía por recorrer conceden un paisaje parecido, es decir, que la vida siempre continúa, y que siempre hay un más allá. Los cristianos de pura cepa, de reserva, pero sin barrica, como yo, es decir, con mis dudas circunstanciales y mi incansable lucha por saber la verdad, se plantean que claro, por supuesto que hay paisaje más allá, pero que otra cosa es disfrutarlo. Esto es, cuando morimos la vida sigue, por supuesto, pero nosotros somos cadáver, eso está claro, y vamos a depender de decenas de manos que nos van a llevar a donde sea. A donde ellos quieran.
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