Pero no. Decidí en su momento ser el español de 17 años más feliz del mundo al viajar por mi cuenta a las montañas nevadas de Anchorage en pleno agosto de 2004. Decidí también labrarme un futuro próspero al mudarme a Montreal poco después de la selectividad. Y decidí otras muchas locuras antes de tiempo, según compruebo ahora.
¿Que qué es lo que compruebo ahora? Simplemente compruebo una felicidad inédita y barata en los rostros de los demás, de las personas que forman parte de mi entorno. Gente que parece que no ha visto la nieve en su vida, o que nunca ha incluido en su agenda salir de Andalucía en invierno.
Atónito, pregunto a esta gente, ¿puedo jugar? O lo que es lo mismo, ¿me ayudáis a encontrar esa felicidad que parece que tenéis tan al alcance de la mano, siempre? Y es que cada vez que nieva en España, especialmente si lo hace en el sur, las personas sacan lo peor de sí mismas (pero con una sonrisa bien amplia) y comienzan a guerrear no se sabe si por odio a la diana o por la imperiosa necesidad de buscar un blanco cualquiera con que estampar esas bolas de nieve cargadas de tanta ilusión.
Nieve aparte, también están los viajes al extranjero. Ahora que está tan de moda viajar a Nueva York, con esto de las locas ofertas de Iberia para combatir la crisis, me entusiasma y me da frondosa envidia ver los rostros de amigos y compañeros que suben sus fotos a las redes sociales para presumir de viajecito a la ciudad que nunca duerme. Y de repente me quita el sueño la misma pregunta en mi fuero interno: ¿No hubiera sido mejor esperar, y no salir a Nueva York en febrero de 2001, sopena de no ver las Torres Gemelas, y planificar un viaje de verdad, con amigos de verdad, a Estados Unidos para cuando fuera un poquitín mayor? Pues ni se me pasó por la cabeza. En 2001 yo estaba enchochao con el viajecito, y ahora me da la impresión de que consumí demasiada felicidad en mis primeros 15 años de vida. Tanta que no he dejado para el resto. Sólo envidia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario