Ayer ETA volvió a demostrar que no son más que una banda de mercenarios; que da igual si formaran Euskal Herria algún día, pues seguirán matando a placer, al estilo de Al Capone. Seguirían extorsionando a empresarios vascos y navarros para conseguir la independencia de su bloque de pisos, o alomejor para que cambiaran de nombre el Mar Cantábrico a Mar Guipuzcoano.
No cabe duda de que ETA está fortalecida, en arsenal, matones e intenciones. ¿Las intenciones? Las mismas que tenían al planear el atentado en Hipercor, o en otros aparcamientos como los de Goya o la T-4. Van a por el pueblo español, y cada vez lo dejan caer con más pulcritud. Todavía queda por determinar si el atentado de ayer iba dirigido contra el escolta o su 'protegido', un concejal socialista, aunque todo apunta a que fuera contra el mismo guardaespaldas, pues su coche era particular y el hombre no estaba de servicio (a los dos días se iba a Zaragoza).
El Ertzaina, 'to kie'. (El Mundo)
Por eso mismo pienso que la bomba tenía como único objetivo llevarse a Gabriel Giner al otro barrio, fuera del ajardinado y lleno de niños vecindario de La Peña. Empiezan a apuntar no solo a mandatarios, sino también a sus protectores, físicos e ideológicos, así como a aquellos que los apoyan, que no son otros que los votantes, el pueblo. De todas formas de sobra es sabido que ETA no distingue entre cocineros y periodistas; para estos asesinos la única diferencia que encuentran es la que hay entre el Régimen franquista y la transición democrática: ninguna, no encuentran ninguna.
A mí me aterra francamente que ahora los propios escoltas tengan que ir mirando el bajo de sus coches antes de ir a la compra. ¿Quién va a protegerles a ellos? ¿sus padres? ¿sus hijos?
Este verano estuve dos días en Pamplona, ciudad que simplemente me encantó. Me zambullí por los las amplias callejuelas de su casco histórico, como cuando las ratas se ven y se desean para encontrar la salida del laberinto. Así iba yo de pendiente, pendiente de si por algún 'fallo tésnico' todavía quedaba algún toro por ahí suelto de los recién acabados San Fermines. Para mi tranquilidad, lo único que quedaba era esa famosa capa de mierda, con perdón, que deja toda una semana de riadas de cocacola, plásticos, atún -y otros ingredientes para esos esporádicos sandwiches que te permitieran comer mientras encontrabas un buen sitio en los burladeros- y sangre, si hubiera caído algo.
La ciudad de Pamplona es una mezcla, una mezcla moderna. A veces, sobre todo por el centro histórico, aquello parecía un pueblo vasco, pero a partir de la plaza del Castillo el panorama era totalmente diferente, muy navarro y muy castizo, si se me permite añadir. Sólo un banco con tinta permanente anunciando 'Pamplona apesta a España' y la sede de Nafarroa Bai en plena calle comercial de la capital navarra me recordaron que aquella ciudad era también campo abertzale, aunque no tanto como en comarcas más norteñas.
El caso es que hubo otros gestos que a mí, además de apenarme, volvieron a recordarme que España no es un país libre. Cuando me encontraba en el aparcamiento del querido familiar y ex-consejero del Gobierno de Navarra que quiso acojerme en su piso, listo para que éste me llevara a la estación de trenes, de vuelta a Madrid, él se agachó, cosa que a mí me sorprendió. No es que los españoles tengamos fama de vividores y fiesteros, es que simplemente yo no noté ningún ruido súbito que provocan las llaves al caerse. Simplemente ví que se inclinaba hasta parecer que se se iba a poner a hacer flexiones en los bajos del coche. Cuando se incorporó ya lo entendí todo. Reponiéndose esa parte del flequillo que se había desplazado al agacharse me comentó: ''nunca puedes fiarte de esta gente, ni en tu propio garaje''. Claro, a partir de ahí, yo que no soy un máquina de las bombas lapa, me puse a escanear en tiempo récord los bajos del copiloto, donde iba a viajar en breve, a ver si encontraba una fiambrera por pequeña que fuera. Afortunadamente no pasó nada.
Pamplona es pequeña, más bien. Un día antes, de camino al colegio Belagua para hacer mis consultas, me encontré con él de nuevo, paseando por una de las avenidas más transitadas de la ciudad. Aligeré el paso para que no le diera tiempo a cruzar un semáforo que a mí se me iba a poner en rojo, y extendí el brazo gritando su nombre. ¡*****!, y derrepente, dos hombres de paisano con riñonera se llevaron las manos a la misma, acción que tuvo que frenar mi familiar argumentando que yo era 'conocido' suyo. Vamos, que por poco me confuden con un etarra.
Ayer, uno de esos paisanos con riñonera se quedó sentado en el parque, un parque equipado con columpios, y ahí estaba él, ardiéndole el pelo, la cara, probablemente sin decir nada, agonizante, ahumado, mientras algunos medios de comunicación ya le daban por muerto.
¿Realmente tiene sentido esto?
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