DESPEGAR DE MADRID
Todo empieza justo antes de embarcar, cuando uno coge un libro y a duras penas puede leer, porque todo le distrae: desde los mensajes satánicos de algún político, que se niega a desaparecer del televisor que han colocado en la sala de espera, hasta los chillidos de alguna loca emocionada, pasando por la tripita de un Guardia Civil que circula en solitario por los pasillos del aeropuerto.
Al embarcar en el avión, todo parece retrotraer al personal a los años de excursión de Primaria, porque el aparato se llena de noveleros e intranquilos que en lugar de amenizar el viaje lo alteran. Nos dirijimos a la pista de despegue, listos para irnos. El avión coge velocidad y uno empieza a escanearlo todo, pero sobre todo cuando se eleva en el aire: tierra yerma, autopistas cada vez más vacías, milagro si hay algún camión (símbolo de la productividad de un país, si es que no se dirige de Portugal a Francia sin hacer escala), chabolas y chabolas, más chabolas y algún que otro turismo haciendo la pirueta. A pocos metros, o eso parece desde mi asiento, veo barrios residenciales con una piscina por cada casa; y de repente una amalgama de nubes nos agua la fiesta. Tres horas para dormir.
ATERRIZAR EN FRANKFURT
La Tierra es marrón, no caqui, y lo verde es verde de verdad. Con tanto árbol, uno no sabe si está llegando a Alemania o a la Guayana venezolana. De repente, una serpiente roja que avanza a gran velocidad, yo diría que más rápida que nosotros: se desliza junto a un río muy caudaloso, debe ser el Danubio. Es un tren. Seguimos bajando. Invasión de camiones, esto es productividad señores. Conducen con gran ritmo, a gran velocidad. La pureza del aire y la limpieza de la superficie se adivinan desde mi ventanilla. Llego a Frankfurt Hahn y todo es muy mecánico, todo funciona y nadie descansa, bajamos en seguida, tres personas se ponen sus petos para indicarnos la salida, y mientras, tenemos el placer de ver despegar un helicóptero que está haciendo pruebas.
Hay dos policías serios, que no hablan, en la sala que nos recibe. Son fuertes y altos, y sólo se dedican a inspeccionar a los advenedizos. El silencio en la terminal no es sepulcral, pero sí eucarístico. Es un verdadero placer. Es el primer mundo.
¿Dos países en la UE?
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