jueves, 30 de enero de 2014

PEDRO J. RAMÍREZ: EL REFERENTE

Cuando era pequeño, recuerdo que miraba la tele con desinterés, a menos que hubiera algo de dibujos animados, y de vez en cuando, cuando mi padre ponía lo que le interesaba, aparecían hombres trajeados y gritando, micrófonos, policías, maletines de dinero, tartas en la cara y bombas, muchas bombas. De vez en cuando aparecía un señor bastante acaparador, tanto en lo físico como en lo dialéctico, que hablaba con el mismo acento de la gente de mi entorno, y al que siempre se subtitulaba como Felipe González Presidente del Gobierno. Entonces, mi padre rompía su silencio secular y gritaba para sí y para los que escuchábamos con los playmobil en la mano: ''-¡GOLFO! ¡MÁS QUE GOLFO!'' 

Conste que mi padre pertenece a ese nada despreciable puñado de españoles que votaron a ese 'golfo' en 1982 y que luego se habían sentido decepcionados, traicionados o simplemente atracados, como es el caso de mi progenitor. En ese brusco cambio de opinión tuvo mucho que ver una persona que luego sería determinante, maestra y condición sine qua non para mi desarrollo profesional y personal hasta el mismo día de hoy: Pedro J. Ramírez, director primero del Diario 16 y luego del diario El Mundo del siglo XXI.  

Al alcanzar la edad de aprender a conducir, que en la familia González siempre ha rondado los 16 años, mi padre dejaba su periódico en la mesa y nos llevaba al descampado a dar vueltas con el coche, siempre recordándonos que estaba haciendo un gran sacrificio porque no había otra cosa que le gustara más que ''leer el periódico por la mañana''. Yo, pobre ignorante entonces, no concebía esa preferencia. Tengo que admitir que no he empezado a ser un lector espeso hasta los 19 años, gracias en parte a la profesora de Literatura Española Pilar Bellido, de la Universidad de Sevilla, puestos a agradecer y a mostrarnos sentimentales.  

En efecto, hoy estoy un poco tocado con la noticia -aparecida ayer- de que Pedro J. Ramírez abandona la dirección de El Mundo. Según El Confidencial y él mismo en su despedida de la redacción, la presión por parte del Gobierno ha sido notable. Pero hoy no quiero hablar de política (me encanta la novena definición del término que hace la RAE: ''Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo''), sino de recuerdos. Del recuerdo de quien me ha acompañado desde que lo descubrí y de quien ha supuesto una fuente indiscutible de crecimiento personal.

Fue una tarde -allá por 2003 o 2004- en la oficina de mi padre cuando me puso el periódico sobre la mesa y me dijo: ''qué bien escribe este tío''. Recuerdo perfectamente que la carta trataba sobre los pactos de Zapatero con los catalanistas Carod Rovira y compañía. La gran ilustración de Ricardo mostraba a los independentistas de entonces seduciendo y pasteleando con el jefe de Gobierno de entonces. Pero no sería hasta años más tarde, en 2007, que empezaría a leer -y acumular- periódicos compulsivamente, coincidiendo con mi traslado a la Universidad Complutense de Madrid. Todos los domingos me levantaba temprano para ir al quiosco de la calle Silvano y hacerme con un ejemplar de El Mundo. Me acuerdo de que entonces vivía una época dorada en lo que respecta al aprendizaje, aunque en lo social el panorama fuera más negro que el betún. En realidad, eran las dos caras de una misma moneda: empecé a sustituir los viernes de ocio por las lecturas y renuncié a la superficialidad para curtirme en la responsabilidad. A decir verdad, desde entonces me he sentido como el médico de la película Master and Commander, quien al llegar a las Galápagos pide permiso para estudiar a los animales a pesar de que el comandante, encarnado por un genial Russell Crowe, mete prisa para no perder el barco francés al que persiguen. Fernando Albero tenía razón al recomendarle a Amando de Miguel, con rima incluida: ''Si quieres ser tan feliz como me dices, no analices, muchacho, no analices''.

En 2009, durante los Cursos de Verano del Escorial, tuve incluso la oportunidad de hacer una pregunta a Pedro J, que se pasó por las conferencias que organizaba su diario. Me acuerdo muy bien de la pregunta y muy poco de su respuesta, quizá porque mientras me contestaba, ni yo mismo en mi candencia me creía la cuestión que había formulado: ''Bueno, aquí está todo el mundo peloteando al director de El Mundo, pero yo le voy a poner un poco en apuros... ¿qué opinión le merece la estrategia de El Mundo de copiar las exclusivas de Intereconomía con la caza del juez Garzón con el ministro Bermejo?''. Esbozó la sonrisa que estamos acostumbrados a ver en televisión cuando sus entrevistados intentan torearle o, peor aún, cuando contestan lo que Pedro J. quiere saber en ese preciso instante.

Esas conferencias fueron clave para estrechar mis lazos con el periódico. Ahí conocí a Francisco Rosell, director del diario en Andalucía, una persona a quien me volvería a encontrar más tarde en una librería, a finales de 2010. Desde 2011, tuve la oportunidad de publicar un par de cartas al director hasta que, en agosto de 2012, llegó el momento culmen de mi carrera cuando Rosell me dio la oportunidad de publicar un amplio reportaje (una página entera no es moco de pavo) sobre el 70 aniversario de la Guerra del Pacífico en Guadalcanal, redactado en una cabaña con electricidad de generador, rodeado de mosquitos y gorroñeando el sitio a mi anfitrión, el dueño del albergue.

Ahora abandona la dirección del periódico su principal fundador, y como he comentado con mi amigo Carles, el hecho es comparable a un magnicidio, pues muchos -o al menos yo- imaginábamos que Pedro J. aguantaría el tipo hasta el final, e incluso que con la originalidad que le caracteriza sería capaz de llegar a preparar una carta dominical póstuma. Este domingo estaré esperando esa última carta con gran interés, pues si ya las ha habido buenas, la última debe ser insuperable. Puede ser una gran lección para El Mundo.