martes, 5 de noviembre de 2013

RAÚL DEL POZO

Sabes que eres un obseso de la lectura cuando uno de tus escritores favoritos te cae muy mal. Y sabes que un escritor es bueno cuando se puede permitir la arrogancia, no escuchar al otro y faltar al respeto al 'respetable'. Es el caso de Raúl del Pozo, columnista de contraportada de El Mundo que tomó el puesto del fallecido Francisco Umbral en 2007, ya sabéis, el que venía a hablar de su libro.

La primera y última vez que he visto a Raúl del Pozo en persona fue durante los Cursos de Verano del Escorial de 2009. Acabada su conferencia sobre Larra, me atreví incluso a participar en el turno de preguntas, pero él siempre miraba el reloj y movía la cabeza rápidamente de uno a otro lado, sacudiendo sus flecos blancos. Unos días más tarde, en otra conferencia en la que también estaba presente Amando de Miguel, una joven hizo una pregunta un tanto etérea y antes de que acabara de hacerla, Del Pozo dijo a micrófono abierto y remangándose para consultar de nuevo el reloj: ''bueno, esto tiene que acabarse ya''. 

Hay varias razones de mi preferencia por este autor. Me gusta, al igual que David Gistau, por su estilo directo y desenfadado, pero codificado al mismo tiempo, por su profundidad y sus grandes muestras de infinita cultura. Me gusta también porque es un periodista que presume de héroes que hacen las veces de referencia, como Dostoievski y Larra. Y sobre todo me gusta por la manera que tiene de empapelar la actualidad, lo que está ocurriendo, con el paso del tiempo y las estaciones. Envuelve la basura de España con las hojas del Retiro en otoño, con la nieve de los tejados castizos en invierno, con el zumbido de las abejas en primavera y el revolotear de las alondras y golondrinas en verano, ese verano que en nuestro país siempre tarda en irse.

Me gusta que Raúl del Pozo simbolice la independencia de la que hacen gala otros escritores de El Mundo, como Arcadi Espada, Santiago González, Antonio Gala -ese comecuras- o Jiménez Losantos, en permanente distanciamiento con su director, Pedro J. Ramírez. Me gusta también que dote de un aire castizo a sus columnas, como siguiendo la huella de Umbral, y que cuando habla de España parezca que está hablando sólo de Castilla, que es el más romántico de los reinos que la fundaron, y el más decadente. Me gusta, como me gustan todos los periodistas decimonónicos en el Madrid del siglo XXI. 

sábado, 2 de noviembre de 2013

EL CONSERVADURISMO DE LOS ESPAÑOLES

Siempre se ha dicho que España es un país de izquierdas. A simple vista, basta sumar los votos del PSOE en sus mejores tiempos con los de IU y los nacionalistas (la inmensa mayoría autoproclamados 'de izquierdas'), para obtener al menos 15 millones de sufragios. Habría que añadir los de Unión Progreso y Democracia, erróneamente calificada de derechas (principal e indirectamente en el periódico El País) por su componente patriótico. Ya se sabe que en España, desde hace tiempo, izquierda y patriotismo están reñidos.

Cualquier politólogo que estudiase el programa político del partido de Rosa Díez con una venda en los ojos lo asociaría con cualquier movimiento socialdemócrata europeo o liberal en Norteamérica. Sin siquiera entrar en detalles, la mera denuncia de la desigualdad entre comunidades autónomas (fomentada por los nacionalistas sedicentes progresistas) ya dice mucho de la orientación ideológica de la agrupación magenta.

Yo, sin embargo, soy de la opinión de que España es un país brutal y descaradamente conservador. He encontrado incluso numerosos casos en que votantes de un partido de derecha comulgaban con mucha más frecuencia que los de izquierda con los preceptos generalmente atribuídos a estos últimos, a saber: la generosidad, el respeto a la libertad ajena, el amor por la tolerancia, la conciencia ante el medioambiente, etc.

Pero, en general, la abrumadora mayoría de españoles son conservadores, si entendemos por conservadurismo la definición que la propia izquierda ha pincelado en las últimas décadas a su gusto: el egoísmo, la postración frente a la acción, la obsesión por la propiedad privada y el desprecio o maltrato de lo colectivo (propiedad pública), la desconfianza, la falta indiscutible de iniciativa o riesgo, etc. 

Pondré algunos ejemplos. Con el estallido de la burbuja inmobiliaria, ha salido a la luz en varios informes que España es el país de Europa con mayor número de casas en propiedad (cerca del 90%), frente a otros países como Alemania donde la regla es que ese mismo porcentaje sea el de titulares de un contrato de alquiler. Éste me parece un caso muy ilustrativo y clarificador sobre la mentalidad atascada de los españoles. Para empezar, que diría Anguita, el hecho de que un porcentaje tan alto de españoles se hipotequen significa, ante todo, que sus posibilidades de reinventarse ante la crisis (salir de la postración) disminuyen de manera notable, porque cargan con la losa de una obligación mensual que los limita económicamente, especialmente si no tienen empleo. Pero además, este dato revela y testifica que los españoles aprecian la propiedad privada infinitamente más que la pública. La ex ministra socialista Carmen Calvo, otra conservadora, lo resumió en lo crematístico: ''el dinero público no es de nadie''; y la observación de las calles o playas en la mañana siguiente al botellón lo sintetiza en lo estético: sería impensable que alguien dejara botellas vacías o rotas en el salón de su casa, o latas y bolsas pegajosas en sus cuartos de baño, pero la acera ''no es de nadie'' y que lo limpie el barrendero, ''que para eso está''.

Otro ejemplo es el ruido. España tiene el dudoso honor de ser, tras Italia, el segundo país más ruidoso del mundo. Importa más hablar que ser escuchado, como dijo Amando de Miguel. Esa es en realidad una forma de egoísmo. Pero luego están los gritos, los tuteos, la falta de consideración a ciertas horas por el sueño de los demás. El Estado del bienestar que protege la sedicente izquierda es en realidad, sin darnos cuenta, un estado de malestar.

El último ejemplo que quería mencionar es el que he llamado ''efecto Arzu''. Arzu fue un jugador del Betis afamado por su mala calidad pero asistencias increíbles. Sus lejanos y precisos pases de un campo a otro me recuerdan a esa esencia de los españoles tan nuestra que es la de pasarnos la pelota de unos a otros, en este caso para no tener que pensar demasiado. Me refiero a la elusión de responsabilidades, a las pocas ganas de implicarse en los problemas que atañen a otros (nuevamente, porque preferimos recrearnos en nuestro espacio privado). Esto conlleva a una falta de productividad enorme, de la que hablaré en otra nota.

La lista de defectos es larga, y el sufrimiento está asegurado. No quiero parecerme a John Hunter, famoso cirujano escocés con una enfermedad coronaria grave, que llegó a decir: ''mi vida está en manos de cualquier patán que decida alterarme''. De hecho, así fallleció, tras una discusión en un ateneo clínico.