Cuando era más joven me apasionaba España. Llegué a comprar una bandera nacional en Rosa Negra, una tienda en el centro de Sevilla, y la colgué de mi cuarto. En el primer coche que tuve para moverme por Sevilla y Madrid, durante la universidad, puse también una cinta de tela alrededor del retrovisor -algo que entonces estaba de moda y que, según percibo, ya no se lleva tanto. En mi año en Canadá, con 18 años, veía TVE 24h por Internet y escuchaba a Jiménez Losantos por la noche, cuando en España era por la mañana. Echaba de menos Sevilla, Andalucía, la playa, los amigos, el colegio, la seguridad de que tu familia te lo prepare y resuelva todo. Y es que Montreal me cambió, porque tenía que ir al banco a despachar yo mis asuntos, tuve que pagar mis primeras facturas de teléfono, lidiar con el técnico -atreviéndome en francés- que vino a instalarme Internet al piso. En fin, que me desvío. Estaba hablando del profundo amor y nostalgia que sentía por mi país. En los años anteriores a trasladarme a Madrid, veía también el desfile del 12 de octubre con gran emoción y alegría.
Poco a poco, fui abriendo los ojos. Algunos ya lo sabéis y habéis leido a lo largo de los últimos años mi opinión del pueblo español, refrendada en mis lecturas de Larra, Quevedo, Ortega y otros autores internacionales, además de muchos actuales. No obstante, no todo fue leer, también observar. Con los años me he llegado a convencer profundamente, gracias también a los viajes, de que los principales problemas de una nación como España comienzan desde el pueblo, o sea desde abajo, no desde arriba. Lamentablemente soy una excepción fulgurante, puesto que mis compatriotas pecan de orgullo (y la consiguiente falta de autocrítica) al igual que los alemanes pecan de exactitud o los turcos de etnocentrismo. La carrera de Periodismo me ofreció mucho tiempo para leer y también para observar. Madrid es un gran laboratorio de España, un crisol de culturas, estilos y procedencias. Una encrucijada donde hay de todo yendo hacia todos lados, donde a veces nada es lo que parece y donde los golpes de suerte a veces suceden a los de mala suerte y vice versa. Ya escribiré algún día alguna entrada dedicada a Madrid.
Total, que algún día aciago me deshice de la bandera y dejé de sentir nada por mi país. Además seguí viajando y desarraigándome, y mi cuerpo se convertía en un rompecabezas con piezas de los cinco continentes, de donde sacaba lo bueno para intentar sustituir las piezas malas; o sea, que mi postura en España cada vez era más de turista, ya nunca más de ciudadano. Y es que empezaba a comprender algo que nunca supe explicar con palabras hasta que ayer leí un artículo en El Confidencial en el que se recordaba la definición de nación por Ernest Renan: ''Una gran agregación de hombres, sana de espíritu y cálida de corazón, crea una conciencia moral que se llama nación. Mientras esa conciencia moral demuestre tener fuerza por los sacrificios que exige la abdicación del individuo en beneficio de la comunidad, la nación será legítima, tendrá derecho a existir''. Cuando digo que los problemas empiezan desde abajo, y no desde el poder político, me refiero a que en España no ha existido, hasta ahora que yo sepa al menos, una abdicación del individuo en beneficio de la comunidad. Empezando si queréis por los empresarios, ¡ojo!, pero de ninguna manera quedándose ahí la cosa. Hoy en día, el parado quiere extender lo máximo posible su prestación, no vaya a ser que el Estado -o sea, todos nosotros- ose quedarse con más de lo que él ha aportado; el trabajador también quiere aportar lo menos posible a las arcas, empezando por ese 20% de economía sumergida a la que, por cierto, Pablo Iglesias aún no se ha referido. El 70% de los jóvenes quiere ser funcionario. Y, al final, la vaca del estado -machacada, para más inri, por la corrupción, el enchufismo y el derroche- está más tiesa que el que se fue a pedir prestada una cuerda para ahorcarse.
De hecho, pongo la tele hoy y mi desilusión -¡qué digo, desilusión era antes, ahora es desinterés!- es mucho más grande con el izado de banderas o con la perspectiva de todos esos políticos inútiles en la grada. Me meto en Twitter y veo que #NoHayNadaqueCelebrar es Trending Topic en Sevilla. Como lo oyen. Y no os creáis que se trata de una autocrítica sobre nuestra cultura y mentalidad actuales, que sería bienvenida y sana, sino, como siempre, una que mira a nuestros complejos históricos. Una autocrítica sobre lo que nuestros ancestros de hace 500 años emprendieron en una época muy distinta donde no había un consejo de Seguridad de las Naciones Unidas que autorizara o no invasiones porque simplemente las invasiones no existían, como tampoco existían fronteras ni guardias en una cabina que te pusieran un sello en el pasaporte. Comentarios de denuncia del tipo 'genocidio', o 'saqueo', o 'vergüenza' florecen aún en Twitter por gente a la que le encanta criticar pero no proponer. Gente que no sabe, sencillamente, ofrecer un modelo ideal de país más allá de la retórica facilona y anticapitalista desde, por supuesto, un I-Phone.
Por todo esto, y porque mis planes de futuro pasan por asentarme aún más en Alemania y seguir conociendo su historia más reciente, sus problemas y ambiciones, cuando hoy he puesto la tele y he visto al Rey Felipe mirar en silencio la bandera que honraba a los que han dado su vida por España en el pasado, los pelos ya no se me han puesto de gallina como hace seis, siete años, cuando aún estaba en la Complutense; ni he sentido nada especial. De repente, las únicas brasas de emoción que he encontrado han sido en un recoveco de la chimenea de mis sentimientos, al acordarme de grandes personajes que hoy verían con más tristeza aún que en sus tiempos la deriva de mi país: San Isidoro de Sevilla, Nipho, Quevedo, Larra, Costa, Castelar, Cánovas del Castillo, Unamuno, Baroja, Azaña, Umbral, Antonio Herrero y otros muchos.