Hay tres tipos de sitio que no soporto. Primero los hospitales, por
la sensación de tristeza, desesperanza y casi de guerra. Luego están los
controles de seguridad de los aeropuertos, con sus reglas diferentes
según qué país y personal y con tanto novato en la cola. Y por último
están las discotecas, esos templos dedicados a las divinidades del sudor
y el alcohol en los que raramente me lo he pasado bien alguna vez.
Vamos, que mientras Dios descansaba al séptimo día, el diablo estaba
componiendo el Danza Koduro para ponerlo a tope y que nadie se
entendiera más que con el dinero y las copas. Todo esto lo pensaba hasta
el pasado mes de abril, cuando visité el club Soho de Moscú (calle наб.
Саввинская, 12, стр. 8) y se me cambiaron todos los esquemas.
Llegué
en un taxi con seis alemanes. Nos encontraríamos con otros 13 dentro de
la discoteca. Frente a la puerta, varios Ferrari y Bugatti. Al ascender
por una alfombra roja, dos rusas vestidas de doncella nos pidieron las
entradas. Estaba todo adornado como una casa de montaña. Al subir
teníamos nuestra mesa preparada: asientos bajos, cojines blancos,
camareros preparando las primeras bebidas y comienzo de los ensayos del
grupo de música a nuestras espaldas. La coordinadora nos informó de que
teníamos un bote de 90.000 rublos (unos 2.000 euros, el total de todas
las entradas) para gastar libremente. Como se trataba de una mayoría de
alemanes, y no juerguistas hispanos, al salir yo el último a las 7
de la mañana nuestra mesa seguía con superávit, y no déficit. Pero no
adelantemos acontecimientos.
Cuando
estaba convencido de que aquella noche solo la dedicaríamos al vodka,
empezaron a llegar tapas de gambas fritas y cazón en adobo (cazón en
adobo en la capital del antiguo imperio de los Romanov!), además de
sushi, lo cual formaba una perfecta combinación. La gente se empezó a
animar para bailar, y ya saben ustedes como son las rusas: el hombre
paga, y es algo indiscutible. Forma parte de la cultura rusa como para
un andaluz puede ser... no sé, votar al PSOE de Andalucía. Es algo
paisajístico y, si en Andalucía el que hace lo contrario es un facha, en
Rusia el rarito no se come un rosco. Así que tonto de mí, cuando mi
presa me pidió que la invitara a champán, en vez de cargarlo a la mesa,
que es lo que hubiera hecho cualquier sindicalista, me acerqué a la
barra y me quedé más tieso que la mojama cuando me cobraron 18€ por una
simple copa de cava.
Llegaba la hora de bajar a la
primera planta (todo esto sucedía en la terraza, en primavera aún
cubierta), y allí nos encontramos con una plataforma en la que bailaban
dos rusas en bikini rodeando a un chaval con gafitas, una especie de
Errejón, que agarraba un violín con fruición y miraba a todo el público
en silencio. Esta Aufführung no la he visto nunca. No entiendo
mucho de música, pero encontré muy agradable esa mezcla de House con
violín. Pero todavía no me había dado tiempo a saborear este espectáculo
cuando una camarera, en medio de la pista de baile, se hizo paso detrás
de mí con una bandeja de platitos con caviar para los presentes. Un
servidor alucinaba. Yo ya no tenía claro si allí se celebraba la nueva
edición de Miss Rusia -motivo por el que escogimos este club- o el
recibimiento a algún nuevo consejero en la Junta.
La
guinda a la noche la puso el amanecer. Cuando el Sol entra por los
infinitos cristales del Soho, el juerguista puede contemplar los
rascacielos del distrito financiero de Moscú, su río principal y, en
general, la tranquilidad muerta de las mañanas poscomunistas. En Soho
viví una de esas mañanas en las que puedes contemplarte también
a ti mismo, pidiendo una cocacola a la hora del lechero. Es la ventaja
de la introspección. La herramienta más potente del progreso!
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