sábado, 10 de marzo de 2007

SANLÚCAR M.

Ayer, como cualquier viernes, todos tenían algún plan para salir. Estudiantes, adolescentes y algunos más puretillas se disponían a secundar concentraciones en todas las zonas habilitadas para el botellón. También mi vecino Pablo hizo como cualquier viernes: se encerró en su caseta de campo y puso la música heavy a tope.

Después de una larga semana sin ver a mi padre, decidí no salir por un fin de semana, y venirme, esta vez sin mi coche, al campo. Lo hice así para no caer en la tentación de aburrirme y tirar para Sevilla, dependiendo así de mi padre. Con esto, hube planificado un fin de semana de relax y lectura, mayormente porque hay un libro de Miquel Rodrigo Alsina que he de terminar para final de mes.

Cuando llegué al campo, todo seguía como cualquier fin de semana en que llegaba al campo. Mis perros me alababan, las gallinas dormían desde hace horas y la luna se posaba, como siempre a excepción de cada final de mes, sobre la piscina. Había algo que también formaba parte de la rutina, pero que sin embargo me llamó mucho la atención. Era mi vecino Pablo García, que desde su caserío gritaba a reventar al compás de la música.

Comencé a contrastar lo mucho que sentía el no haber salido como todo viernes con la sorpresa de ver a un joven de 30 años que llevaba ya mitad de su vida preso del paraíso de vivir en el campo sabáticamente. Su padre, Bernardo, ya me dijo hace un par de meses que el antiguo propietario de su nueva parcela -antes contigua a la suya de siempre- murió. La habían adquirido un par de años antes de que el abuelo de Sergio, nuestro querido vecino de la infancia, muriera. Él también formó parte de mi infancia, de mis recuerdos, de mi despertar cada mañana oliendo a césped recién cortado. Aquella despertadora, la máquina cortacésped, estaba mejor dotada que el improvisado cántico del gallo de siempre.

Tanto Pablo y Bernardo como Sergio y su abuelo han sido sin duda los vecinos más transcendentales de la historia de mi casa de campo. Con ellos crecí, veraneé y pasé los fines de semana más gratos que jamás tuve durante mi adolescencia. La última visita de mi tío Jose Joaquín, hace más de 12 años, y aún nos sigue recordando ese ‘’Juanito! La fregona, la fregona’’ con el que nos admiraba mientras retorcíamos en charcos de leche a aquellos pobres gatitos con nuestra inconsciente mentalidad de niños pequeños; jugando en grande con Carolín y Niní; partiditos de fútbol con Juli y Loli; carreras en bicicleta con Marc y Charles; carreras en el Suzuki con Fco Javier; haciendo películas, con el Bor y Candy; jugando al Risk, con José Carlos, Elena, Alicia y Marina; mi 'primer beso', memorable; liándola con J. Alberto, Morro y Bosnio; esos días de verano con Borja y Laura en la piscina; las recelosas visitas de mi cuñado Fermín; cogiendo naranjas para mi madre y mis tías, como cada fin de semana...

Evitemos que la buena historia muera, hagamos partícipes a los demás de nuestros buenos recuerdos. No dejemos que nuestra infancia muera nunca, porque si muere, nuestro recuerdo o será más que una agenda al que le hayan arrancado un montón de páginas.

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