Carlos Alberto Montaner es una de esas personas serias que se van sin que nadie se entere, porque no merecen mucha repercusión en los medios de hoy en día. También es verdad que padecía de una enfermedad mental y, en la sociedad actual, los que olvidan antes son los que tienen memoria y un cerebro sano.
El caso es que el Montaner era bien conocido en el mundo hispano, aunque yo no lo conocía cuando entré en su casa de Madrid en 2009. Me había enviado Javier Algarra, director de Informativos de Intereconomia, porque no le parecía bien que trajera un reportaje de Cuba (50 años revuelta) sin ninguna entrevista. Cuando Montaner abrió la puerta de su casa, demostró ser un hombre frío, pero educado y con una manera de hablar que recordaba a un militar. Yo estaba hipnotizado al oir ese deje cubano rodeado de estanterías y muebles caros en un piso cerca del Retiro, cuando pocas semanas antes, durante mi viaje de 20 días en Cuba, había interiorizado que el acento caribeño iba emparejado a la pobreza.
De la pobreza y de la desesperanza habló Montaner como si no hubiera una cámara detrás de mí. Se notaba cómo se le rasgaba la voz de pena con cada palabra que salía de su boca. Por eso, cuando el otro día murió, me dio una doble pena. La pena de la muerta de un defensor de los derechos humanos, crítico con el socialismo en general y con el régimen cubano en particular. Pero también la pena de una persona que era seria y con críticas apenadas, aceradas e impotentes, como las de mi padre.
Sin embargo, son estas personas las que me reafirman en mis valores y las que me dan valentía para recoger su testigo. La lucha por la libertad sigue.
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