Gabriel Rufián es ese diputado tonto que hace años, en una comparecencia del Congreso, dijo 'treceavo' cuando debería haber dicho 'decimotercero'. Por suerte, una Esperanza Aguirre siempre espléndida le corrigió con tono de abuela tocapelotas, y el catalán hijo de andaluces, sin levantar la mirada, respondió con un 'bueno', como ese hijo o nieto que juega a la play y al que le tiran de las orejas brevemente.
Si la izquierda española tuviera el mismo celo corrector con los nacionalistas o progresistas que con la derecha cup of café con leche, que por cierto fue muy criticado a Ana Botella pese a que Café au lait se ve en menús de muchos países extranjeros no francófonos, a Rufián lo conocerían hoy como el diputado treceavo. Pero todos se han olvidado ya. No pasa nada, porque cada semana suelta una burrada que demuestra su incapacidad no ya para sentarse en el Congreso, sino para sacarse un graduado en cinco años.
Esta semana ha dicho que 'fugado' no es un adjetivo correcto para Puigdemont, porque fugado implica estar escondido, cuando en realidad todos saben dónde vive el expresidente delincuente. Sin embargo, cuando Juan Ramón Jiménez hablaba de la fugacidad de la vida, no se refería a que la vida se nos escondiera, sino que se nos va, y además más rápido de lo que creemos. También en alemán, en concreto el diario NZZ de Zürich, se escribió una vez sobre la 'Flüchtigkeit des Lebens', o sea la fugacidad de la vida, para referirse a la pandemia del coronavirus que nos recordó a todos la proximidad de la muerte como fenómeno individual y colectivo.
Por cierto: al igual que los términos fugaz y refugiado están relacionados, también lo están en alemán Flüchtling y flüchten. Los refugiados no están a la fuga por esconderse (algunos sí necesitan esconderse, pero no todos), sino porque se van. Como el gas que se va de la tubería por una fuga... de gas.
No son honestos, pero es que tampoco están bien formados.
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