Probablemente cualquier psicoterapeuta recomiende hacer lo contrario de lo que voy a hacer ahora. Voy a rememorar una situación desagradable de mi vida, una de esas situaciones que es mejor olvidar y, desde luego, no publicar. Y es que las mejores reflexiones son las publicadas. Me habría encantado leer reflexiones de mi padre o de mi abuelo, pero no dejaron ningún diario ni blog para la posteridad.
Lo que me ocurrió el domingo 23 de febrero de 2020 en el aeropuerto de Lisboa fue muy molesto (y dale con el aeropuerto de Lisboa, quién me habría dicho entonces que dos años después iba a sufrir otra situación funesta en ese mismo aeropuerto con Daniel A.). Por si fuera poco, si justo al despegar del aeropuerto de la capital portuguesa rumbo a Frankfurt un duende me hubiese revelado que no volvería a ver a mi padre nunca más, porque moriría meses más tarde, me habría derrumbado. Porque quién aguanta una refriega con un desconocido seguida de una noticia tan trágica?
Vayamos unas horas atrás. Aeropuerto de Sevilla, cinco y pico de la mañana. Los pasajeros del vuelo a Lisboa ascienden por una escalerilla en una pista de aterrizaje cubierta por un cielo negro y frío. Siempre me puso nervioso estar despierto a unas horas en las que, en condiciones normales, debería estar durmiendo. Pero aquella madrugada estaba más nervioso aún por lo inquietante de las noticias sobre ese raro coronavirus que se introducía poco a poco en España. Y, además, la noche anterior me había despedido de mi padre con un ''me ha encantado verte'', plenamente consciente de que siempre podría ser la última vez, como dos días antes le había comentado a mi amigo José Carlos.
Cuando llegamos a Lisboa, el instinto precavido de frequent flyer que tengo después de haber perdido un vuelo en Estambul algo más de un año atrás y otro en Londres un lustro antes me lleva a levantarme rápidamente de mi asiento y dirigirme a la parte trasera del avión. Mi vuelo de conexión a Frankfurt partía una hora después, lo cual es tiempo suficiente en cualquier aeropueto europeo sobre todo cuando dicho vuelo de conexión es con la misma compañía. Pero el instinto que me había ya fallado en los últimos años me llevó a incomodarme en un aeropuerto que, pese a la cercanía a Sevilla, no es de los más frecuentados por mí.
Al pedir paso a los demás pasajeros que se habían puesto de pie, un hombre mayor y con mi misma estatura, con un acento que en aquel momento creí finlandés pero que con el tiempo considero que podría haber sido holandés o sueco, dijo en inglés, refiriéndose a mí, ''Dadle un autobús privado a este tipo''. El comentario me molestó enormemente, porque, con los más de 1000 vuelos que habré cogido en mi vida, me tengo por un viajero que con gran orgullo suele esperar detenidamente en su asiento hasta que todos hayan salido, para poder salir con calma después. Si me puedo permitir la calma, claro. Ese día no.
Le contesté que tenía prisa por un vuelo de conexión, pero me ignoró, como suelen hacer los cobardes que lanzan la piedra -o el comentario pétreo- y esconden la mano o la boca después. Al salir del avión, vi que el primer autobús había partido ya, y eso me enojó, porque confirmó las sospechas que reforzaban mis prisas. Al subir, uno de los primeros, al segundo autobús, contemplé como el pasajero nórdico subía también en ese momento y se ponía muy cerca de mí, haciendo bromas con su hijo, que era blanco pero con pelo muy moreno, sobre ''lo rápido que habían llegado ya a la terminal''. Es decir, seguían regocijándose con la idea de que querer salir rápido de un avión no ayuda si lo que tienes que hacer primero es coger un autobús. Mi cerebro respondió rápido para espetar un sonoro ''estoy en el segundo autobús!'', que luego repetí: ''I am in the second bus!''. Eso cerró el pico al hombre, y estoy seguro de que él mismo se dio cuenta de su error, si bien el orgullo europeo impida una rectificación en ese tipo de situaciones altaneras.
En esta noche de agosto de 2023 me da por pensar qué habría hecho mi padre en una situación así. Una vez, contándole a mi padre una situación en que me habían humillado de una manera parecida, me respondió que él no tenía tantos problemas así porque siempre había sido ''muy grande y alto, así que intimidaba más'' a los desconocidos. Estoy seguro de que tenía razón, y de que puede ser un buen motivo por el cual mi padre no haya hablado nunca de desconocidos que hirieran su orgullo. Pero de la misma manera estoy convencido de que mi padre tenía otra fuerza que no era física, sino mental. Ese mismo cerebro que estuvo enfermo los dos últimos años de su vida le había llevado por este valle de lágrimas a la convicción de que solo por las grandes cuestiones de la vida, como la política, por ejemplo, merecía la pena cabrearse.
Y ni siquiera eso durante su Alzheimer. En aquellos tiempos, bastaba hablar de política y él se levantaba de la silla pacíficamente con gesto de aburrimiento, para desaparecer sigilosamente de un problema que también se había convertido en superficial para él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario