Foto: Rafael González García de Cosío
Para aquellos que tienen un B2 de francés oxidado, o sea en la práctica un B1, y que disfrutan usando una lengua extranjera mientras viajan, Madagascar es el destino ideal. En un viaje en julio de 2016 por la gran isla africana del Índico descubrí que la lengua francesa, al contrario que en Seychelles o en Mauricio (países que también visité en aquella gira), en Madagascar solo hacía las veces de lengua muleta, es decir, una lengua franca que los malgaches hablaban con fuerte acento, lentamente y con un vocabulario no tan rico. Al ser las islas Seychelles y Mauricio países mucho más ricos, extraje la conclusión de que, a más riqueza, más querencia por la lengua más internacional de Europa.
Así que a mi llegada a Morondava, a unos 400 kilómetros de Antananarivo que hice en 12 horas de duro viaje en minibús, me puse a negociar -en francés, naturalmente- con el amigo conductor de un entrenador de fútbol que había conocido esa misma mañana en la playa, para que me llevaran a la 'Avenida de los Baobabs', a pocos kilómetros de esta ciudad costera. Tengo una memoria malísima, especialmente para los nombres, pero sé que acordamos la cantidad exacta de 18 euros.
Una vez en el parque de los baobabs, mientras me sacudía la insistencia de los niños que querían cobrarme por fotografiar los camaleones que -esto lo aprendí luego- ellos mismos habían posado sobre las ramas de los arbustos, oí a varios metros detrás de mí el voceo típico de una calle de España. Tres ciclistas hablaban en una lengua incomprensible, pero tenían aspecto de españoles e, insisto, esas voces me teletransportaban a una verbena de pueblo conocida. Joder, tres vascos!
Hacía años que no saludaba ya a los españoles que veía en mis viajes, porque, simplemente, cada vez eran más, y hoy en día te los encuentras a trompicones por todos lados. En el parque de los baobabs no hice una excepción. Di un último paseo atravesando una tienda-manta con macetas de jóvenes baobabs, apenas unas ramitas hincadas en la tierra que eran promesas de un sueño imposible; eran el perfecto regalo para un tataranieto que quizá llegaría a ver un baobab de un metro en una casa que, a lo mejor, también llegaría a pagar su tataranieto. Después de eso, me volví a mi bungalow de Morondava.
Es preciso recordar que en Madagascar, casi todos los inversores son franceses mayores de 50 años buscando una vida y mujer nueva. El dueño de la estancia con bungalows en la que me quedaba era un francés con el que también me comunicaba en la lengua de Montaigne; si hubiera estado en Francia probablemente no habría tenido la paciencia de hablar conmigo en francés, pero esto era Madagascar, y el hombre estaba acostumbrado al francés del tebeo de los malgaches. Así que me comunicaba perfectamente con él cuando, por ejemplo, me quería decir que el agua corriente funcionaba solo de 5 a 7 de la tarde.
Y a todo esto, qué puñetera casualidad, llegan los tres vascos con sus bicicletas al recinto de los bungalows, buscando cobijo y alimento. Digo casualidad porque Morondava, aunque en número de turistas no es Bali o Ko Tao (pero lo será antes de 2030 por su magia, la calidad de sus restaurantes y sus precios bajos), cuenta con bastantes hoteles en los que quedarse.
Antes de revelar mi origen, me apeteció escuchar lo que decían, aunque no entendiera ni papa, por estar hablando todo el rato en euskera. Esta es la magia de viajar: entender a personas cerca de ti que no saben que eres español, para saber qué dicen. Aunque no entendiera a estos tres, me interesaba especialmente saber cómo iban a hablar con el dueño de la estancia. Uno de los tres se dirigió a éste y le preguntó en inglés:
- Du yu jav a rum for uan nait?
Llamadme repelente niño Vicente, pero yo estaba entre descojonándome y llorando de tristeza. No por el inglés -por otra parte típicamente españolizado- que se gastaban como muchos otros, sino porque, siendo vascos, se estaban entendiendo entre ellos en euskera (lo cual es totalmente legítimo, oye!) y luego, con un francés, probaban con el inglés.
Cuando se sentaron en el pequeño bar que había, me dirigí a los tres, aunque dos de ellos jamás llegaron a cruzar una palabra conmigo. Qué, sois vascos, no? Y el huésped que se había dirigido al dueño me respondió: sí, de Irún, y tú? Al decirle que era de Sevilla, se sorprendió, aunque tampoco se le vio una emoción inmensa en la cara ni saltó de alegría. No sé si porque quería tocar un poco las narices o porque de verdad lo sentía (quiero inclinarme por esto), le dije que me alegraba de ver a gente por el mundo con la que tenía cosas en común. Y su respuesta fue: si, hablamos la misma lengua. Así, super seco. A continuación, le dije que ojalá en España se enseñara el euskera en todos lados, para tener aún más cosas en común. Y su respuesta, que tampoco olvidaré jamás, como la cantidad de 18€ del conductor, fue: ''pues como te oigan algunos...''. Y esto me chirrió, aunque no dije nada más.
Ese ''pues como te oigan algunos'' podría interpretarse de muchas maneras. Como me oiga quién, los fascistas españoles entre los que seguro que me incluirían a mí a poco que hubiésemos hablado 5 minutos más? o se refería a los batasunos que preferirían que el euskera fuera cosa solo de País Vasco y Navarra, porque si se enseñara en otros territorios -como se hace en Suiza- el hecho diferencial perdería su mojo?
En todo caso, aquella tarde-noche de verano en unos bungalows de Morondava no paraba de darle vueltas al hecho de que tres vascos de Irún, desde donde pueden lanzarse piedras a Francia, se comunicaran en inglés básico con un francés, mientras viajaban en bici hablando la lengua local de su tribu. Lo cual es legítimo, como dije antes. Sin embargo no puedo evitar rememorar de nuevo el buen nivel de francés (e inglés) de países ricos como Seychelles y Mauricio, que también tienen lenguas indígenas, mientras en otro país rico que va camino de ser pobre se relega una lengua internacional (o dos, contando con el francés del país vecino) al ostracismo.