En agosto de 2008 vagaba por la calle Capitán Haya de Madrid bajo un calor sofocante, como si el Sol fuese el mismísimo Ministerio de Defensa. Yo pasaba las noches de mis primeros meses en televisión en una de las decenas de colmenas de Fuencarral, oliendo a libertad y a verano. Era un bajo pero el piso se situaba en una calle empinada y al asomarme a la ventana parecía vivir en un tercero.
Bajaba por Capitán Haya, digo, porque me gustaba subir hasta Plaza de Castilla con mis babuchas y bajar luego la Castellana para meterme en los barrios comerciales de Madrid abandonados por las vacaciones. En esto que dos polacos desharrapados se me acercan, sonrientes, y se llevan la mano a la boca pegando las cinco yemas de sus dedos. Querían que les diese comida. Señalé un Burger King próximo. Les pareció bien. Entré el el Burger King. Ellos esperaban pacientes en un banco, sentados. Salí con la bolsa marrón, doblada y grasienta, y les di una simple a cada uno. Me sentí a gusto, pero año y medio después, siento algo más.
Acabo de ver Un franco catorce pesetas, después de meses de proyección en televisión, sin yo hacer caso. Hoy la he cogido de la biblioteca, y me la he puesto. Y he llorado. También me he reido. Y eso que, pese a ser sensible, soy demasiado pragmático y soberbio como para llorar con cualquier tontería. Y esta es una tontería de película, pero encierra algo especial para cierto tipo de gente. Gente como yo, que pese a haber nacido décadas después del tiempo que se representa en el filme, ha sentido en sus propias carnes la España que se dibuja, y que ha compartido mañanas, tardes y noches con el tipo de gente que sale representada, tanto en el escenario suizo como en el español.
Tengo la memoria muy viva y recuerdo los veranos aburridos en Guadalcanal, ese pueblo que a incluso a principios del siglo XXI parecía ir mucho más atrasado que Sevilla capital pese a que sólo 100 kilómetros separan ambos municipios. También recuerdo mi viaje a Alemania en coche, en agosto de 2007, recorriendo toda Suiza. Y hoy más que nunca, me acuerdo de esos dos polacos que me pidieron, a mí, un chaval de 20 años, que les comprara algo para comer. Como Martín y Marcos cuando llegan a su nueva ciudad. Y qué decir de lo que no tengo que recordar, porque aún lo mantengo: unos padres magníficos, inmejorables, que son exactamente iguales que la madre y el padre de Martín, la primera contando los bocadillos de la maleta y el segundo garantizando que ''aquí nunca te faltará un plato de lentejas'', los dos dando su visto bueno al exilio de su hijo.
Un franco catorce pesetas es purifcadora, regeneradora, maravillosa, con un guión y un retrato insuperables. Pero al mismo tiempo duele, solivianta, aterroriza y frustra, frustra porque es imposible que detrás de un tipo de cambio haya tanta historia, tanto amor y tanto realismo.