miércoles, 16 de abril de 2008

TERROR EN EL METRO

Hoy tampoco se por donde empezar. No se cuándo fue la última vez que no supe cómo. El caso es que voy a empezar por el principio, como suele decir mi amigo Pedro el cura. Yo debería escribir un libro sobre los atrevimientos, para tener una buena definición de lo que es un subidón de adrenalina, porque si hay manuales técnicos que te explican el cambio de aceite de un motor, entonces es posible hacer un relato sobre esta fascinante forma de vivir los momentos de la vida, un relato real, es decir, en base a mis experiencias.

El libro podría entretener a la gente que leyera asiduamente, así como explicar a gente como el Morro por qué es arriesgado llevar -hoy en día- una bandera de España a un mítin del PSOE. Esta tarde, como la tarde aquella en el Palacio de Vistalegre, a dos semanas del 9-M, me siento distinto, y hasta podría sentirme mal, pese a haberme atrevido a algo por una buena causa, o al menos justa. Y me siento mal porque he vuelto a anteponer mi adoración por la adrenalina al consejo paternal más práctico y hasta ahora más eminentemente vigente, dada mi vida de independiente en una ciudad como Madrid: Cuando alguien se te ponga en el camino, calmado no pites, no te enfades, pasa de la gente, rehuye de los problemas, porque de lo contrario los problemas pueden comerte a tí.

Efectivamente, en el mitin de Vistalegre no me hicieron nada, pese a algunos comentarios de viejas señoras que me preguntaban por la tricolor. Pero el riesgo ahí estuvo, y mi adrenalina se tambaleaba como lo hacía mi voz al cantar, para no dar el cante -valga la redundancia- ¡Zapatero presidente! (a lo mejor Dios me escuchó en mal momento). Pero hoy el riesgo ha sido elevadisísimo, supremo, sin un coche en el que huir ni escapar de la desprotección de mis tímidas y pacíficas palabras. Estaba metido en un gusano metálico que corría ciego, bajo tierra. Entre las paradas de Alfonso XIII y Avenida de la Paz, yo me encontraba en una de las bisagras entre vagones en las que acostumbro a estar depie en horas punta, leyendo y apoyado en la pared. Escuchaba algún gritido más alto de lo normal para un medio tan triste como es el metro, pero no le di importancia. Al abandonar Avenida de la Paz y acercarnos a Arturio Soria, una mujer con el burka puesto pasaba delante de mí, con gesto de indignación -algo exagerado, nada disimulado ante las curiosas miradas de compasión de los viajeros- y cambiándose de vagón. Giró la cabeza para mencionarle un tímido ''déjame en pas'', y el sujeto insultador en cuestión, un cuarentón borracho y con gafas pastilleras de esas de principios de este siglo que brillaban como las de Vegeta, vamos, las de esquí de toda a vida, tez roja y chándal azul añil se dirigía a ella: ''¡Que estamos en occidente!''.

Esto primero que conseguí descifrar me habría introducido de lleno al estado de desconcierto si no fuera porque lo dijo antes de que pasara la mujer delante mía y por tanto percatarme yo de que iba por ella, pese a sus palabras, ''¿no iba por tí eh?''. De hecho, me congratularon, porque dije: ''cuánta razón, lo tristes que vamos en el metro, con todo lo que tenemos. Este hombre se merece una medalla''. Pues bien, tardé menos en retirar mis pensamientos que ZP en retirarle la condecoración a Bono, allá por 2004, porque en seguida vi con estupor, cuando la musulmana tomaba asiento, que le redirigía la palabra: ''Muyahidines, que sois unos muyahidines, que nos vais a poner otra bomba en el metro''. Yo empecé a calentarme, zarandeado por las paredes oruga de ese metro que esperé me dejara en Canillas y no en el hospital, porque cada vez estaba más predispuesto a enfrentarme a ese enfermo. Él detonó la guinda que me llevó a interpelarle: su reincidente ''hay que volver al fascismo'' me hizo llevarme el índice a los labios, y como su mirada, que intentaba llegar sin frutos -como la de Cíclope, de X-MEN, al mundo alrededor- a la mujer musulmana, se cruzó conmigo, se percató. ''Vale, vale, me callo''. No pensé que hubiera sido tan fácil, pero sí me arrepentiría minutos más tarde por no haberle dicho desde un primer momento aquello de ''¿porqué no te callas?'', cuya graciosa reminiscencia del encontronazo de nuestro Rey con hugo Chávez en la mente de todo viajero habría sido tan seco y eficaz como el licor que debió beberse mi interlocutor horas antes.

Pero no, no opté por esa opción. Me decanté por el talante zapateril, y como un palomo levanté el brazo pidiendo que no insultara, que no se metiera con nadie, y ofreciéndole si mejor quería que yo le metiera (Quintiliano no me abandonó en ningún momento). Todos los viajeros del metro, me dijo entonces mi rabillo del ojo, a la izquierda y a la derecha, libro, I-Phod o móvil en mano se me quedaban mirando como en una obra clásica para párvulos en el Teatro de Itálica. Yo estaba acojonado, no me creía que llamaría alguna vez la atención en el metro. No, yo no era uno de esos; pero hoy demostré echarle huevos (o no) al tema. Tengan en cuenta, y tomen buena nota, que me hice pasar por un gallito que luego, por no pegar, ni se despidió del borracho, que se bajó una parada antes que la mía.

''El Franquismo acabó en 30 años hace...'' Los nervios descontrolados me impedían ofrecer una buena dispositia, y yo mientras miraba de reojo a la mujer insultada, que sonreía, no sé si porque le agradaba que por fin alguien frenaba las palabras de ese incívico, porque se cató de que yo no era más que un cantamañanas (que lo soy) o porque se imaginaba la cara de su marido (o de sus maridos) cuando contase la hazaña.

Hoy he vuelto a ser polémico, pero fuera de las fronteras de mi blog! Fuera de mi blog, tal es mi meta...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Falete no te metas en lios que eres muy blandito.

Puga

Falete dijo...

Y débil la carne de tu madre, Puga!

un abrazo